Las dificultades ocultas de la inclusión educativa en contexto de encierro y la reproducción de la desigualdad

 

The hidden difficulties of educational inclusion in the context of closure and the reproduction of inequality

Francisca Ibarra Osorio
Universidad de Playa Ancha
francisca.ibarra@alumnos.upla.cl

Educadora Diferencial, mención Dificultades específicas del aprendizaje (DEA), Universidad de Playa Ancha. Alumna de Magíster en Educación de Adultos y Procesos Formativos UPLA. Ganadora del 2º lugar Nacional en concurso: Fondo de desarrollo institucional (FDI) MINEDUC, Línea de emprendimiento estudiantil año 2015, Titulado: “Construyendo nuevas oportunidades en educación de jóvenes y adultos desde la perspectiva de Educación Diferencial”. Desde el año 2018 trabaja en la Corporación Juan Luis Vives, en educación de Jóvenes y Adultos en contextos de encierro ente otras modalidades.

 

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Resumen

Este ensayo revisa las dificultades que enfrenta la inclusión efectiva de los programas de integración escolar con estudiantes en contextos de privación de libertad. La Educación de Adultos es un esfuerzo para reparar las brechas duras asociadas a la desigualdad social, de sujetos que fueron privados, por el sistema educativo, de una educación de calidad desde su nacimiento, o en etapas cruciales de sus vidas, y que reciben un nuevo intento de continuar o completar su escolaridad en reclusión. Se revisa cómo los intentos de re escolarización, ocultan una violencia simbólica (Bourdieu) con que el sistema consigue que la culpa sea de las víctimas, y cómo, con un complejo entramado de normas, conductas y estigmas, más que la integración o reparación, se hace más probable el refuerzo de la desventaja. En las sociedades actuales la especialización para atender a los estudiantes es un logro consolidado, al menos teóricamente, en situaciones como párvulos, necesidades educativas especiales, educación según nivel, pero siguen pendientes, olvidados y rezagados grupos sociales, entre los cuales los adultos, y los adultos recluidos pagan el costo de ese olvido.

 

Palabras clave

​Educación en contextos de encierro; reproducción de la desigualdad; inclusión escolar; violencia simbólica; educación de adultos.

Abstract

This essay reviews the difficulties faced by the effective inclusion of school integration programs with students in contexts of deprivation of liberty. This Adult Education is an effort to repair the hard gaps associated with social inequality, of persons who were deprived, by the educational system, of a quality education from birth, or in crucial stages of their lives, and who receive a new attempt to continue or complete their schooling in seclusion. It is reviewed how the attempts to re-school, hide a symbolic violence (Bourdieu) with which the system manages to place the blame on the victims, and how, with a complex web of norms, behaviors and stigmas, rather than integration or reparation, the reinforcement of the handicap becomes more likely. In today’s societies, specialization to serve students is a consolidated achievement, at least theoretically, in situations such as toddlers, special educational needs, education according to level, but there are excluded social groups are still pending, forgotten and lagging behind, among which adults, and incarcerated adults pay the cost of that forgetfulness.

 

Keywords

prison education; reproduction of inequality school inclusion symbolic violence; adult education.

 

Recepción

23 de abril de 2020

Aceptación

9 de mayo de 2020

Introducción

Los programas de educación y los proyectos de integración escolar para jóvenes y adultos recluidos en recintos penitenciarios, parecen reunir en primera instancia todas las virtudes del trato reparatorio que una sociedad democrática debe dar a aquellos ciudadanos que afrontaron la desigualdad de oportunidades de desarrollo que el Estado debería garantizar. Sin embargo, en una lectura ordenada de la normativa que los regula, podemos reconocer, cómo más allá del incumplimiento de la adecuada socialización en contextos de encierro, en ellos se perpetúan estigmas y violencias, que responden, entre otras variables, a una falta de conocimiento y/o interés de las autoridades que elaboran y fiscalizan estas normativas, con aspectos cruciales como la ausencia de especialización de los docentes en atender a estudiantes adultos. Finalmente tratamos el cómo estos factores invisibilizan y minimizan los resultados o refuerzan la desigualdad y exclusión social.

En estas páginas destacamos primero, algunos rasgos del contexto en que se despliega la acción de la escuela dentro de la cárcel, luego revisamos algunas características situacionales del estudiante que se encuentra viviendo simultáneamente, tanto un proceso educativo como de privación de libertad;  para introducirnos en las normativas que el Estado ha establecido para hacer efectiva la inclusión y la  reparación de las brechas educativas, haciendo visibles algunas experiencias que cuestionan la adecuación de ese esfuerzo, en especial la fundamentación social, pedagógica y humana de instrumentos normativos como el Decreto 170 y las Adecuaciones Curriculares.

Sistema penitenciario y educación

La escuela, como tecnología disciplinaria según Foucault (2002), – al igual que la cárcel, la fábrica, el hospital – no está preparada para atender estudiantes adultos, y menos en el espacio cerrado de la prisión. De los muchos reglamentos y documentos con que el MINEDUC controla la relación del establecimiento escolar con sus matriculados, todos suponen niños o adolescentes con apoderados, imposición de disciplinas simples y estandarizadas, psicología del aprendizaje del niño y adolescente, etc.    

La cárcel especialmente, como en alguna medida la escuela, son definidas como “instituciones totales” por Goffman (1994, p. 18), pues ambas influyen profundamente en la identidad y el comportamiento de los sujetos institucionalizados; como para Foucault (2002) ambas, son organizaciones claves en el mantenimiento de la disciplina, la vigilancia y control social, concordante con el rol de reproductor de la desigualdad, que Bourdieu le asigna especialmente a la escuela, sólo que el aprendiz, esta vez, no coincide con el tipo esperado.

El interior de la cárcel agrega la necesidad de adaptar su funcionamiento a las normas que disponen las autoridades de Gendarmería: en el Complejo Penitenciario de Valparaíso, funcionan tres establecimientos escolares, con distinto sostenedor. Esa inserción de una institución dentro de otra, con funciones que de hecho son muy poco congruentes, introduce complejidades, difíciles de conciliar, para ambas instituciones.  La diferencia entre la función eminentemente castigadora – de hecho, porque teóricamente el discurso es rehabilitación, reinserción- de Gendarmería, y, la educativa de las escuelas, genera tensiones y disputas particularmente, en el trato a los internos, donde, por ahora, la escuela claramente no ha ganado, ya que tiene que funcionar bajo un régimen punitivo y sancionador, que replica esa violencia tanto en las instalaciones como en las relaciones interpersonales.  Agrava aún más esta situación la escasa vinculación entre la unidad educativa y el centro penitenciario y las altas tasas de deserción y repitencia (Garcés, Aránguiz, De Rosas, & Infante, 2016). Las herramientas de la escuela para ser efectivas, tienen que ser opuestas a la esencia coercitiva de la prisión: tiene que motivar y estimular.

Al ser la prisión una institución social, está inserta en la maquinaria reproductiva del sistema, y como todos los sistemas, subsistemas abiertos y organizaciones, tiende a perpetuarse, pues independiente de su origen, hace de su auto-reproducción, su función más importante (Arnold et alt. 1998).  Así sirve a los intereses con poder de control de la sociedad del orden capitalista donde se inserta, y cuyo esfuerzo no se focaliza precisamente en la educación, la cultura, ni la socialización, sino en criminalizar y reproducir las formas impuestas en su ordenamiento: jerarquizante, individualista, cosificador y excluyente. En este sentido Rangel (2013) plantea que en América Latina existe una tendencia en la estrategia para atacar la violencia, ejercida bajo la lógica de encarcelar por mucho tiempo y a la menor provocación: “son encarcelados aquellos delincuentes que son más fáciles de apresar o que, por su condición de vulnerabilidad, no pueden evitar su procesamiento” (Coimbra et alt, 2019), y tienen menos capacidad de defensa en los juicios.

El estudiante en espacios de reclusión

Las personas que se enfrentan a este proceso de privación de libertad, ven reducido su capital humano y social. Considerando que ambos capitales, antes de su ingreso ya eran vulnerados, por lo tanto, reducidos. Esto se confabula para hacer que su proceso de adopción del modo de pensar, de las costumbres, de los hábitos- de la cultura general de la penitenciaría, su “prisionización” (Thompson, 1993) resulte más rápida, ya que en la cárcel se les presenta una cultura, que les impone roles y relaciones de fácil asimilación que los acogerá, y les desarrollará el sentido de pertenencia, teniendo en cuenta que sus procesos de adaptación dentro de su encierro, se efectúa con personas similares a ellos, o que justamente por el proceso de socialización de la prisión – como Institución total – se han asimilado, y han vivido la misma sensación de expulsión y exclusión.

El desafío para la docencia en este escenario es complejo, pues en la formación inicial del maestro o maestra, siempre el educando era un niño o un adolescente, y si estudió didácticas, psicología del aprendizaje, necesidades educativas especiales, manejo de grupos, siempre fueron disciplinas donde el sujeto era un niño o adolescente.

Tampoco la escuela en la cárcel, es el escenario para el cual se prepararon esos docentes; por ello, si su primer desafío era un alumno distinto, imprevisto, ahora, el segundo, es un espacio distinto.  Para responder a este contexto, sin transformarse en una prolongación de aparato de custodia y vigilancia, es necesario que los profesionales de las escuelas no se adapten al proceso de prisionización, para transformar la cultura de violencia que se les muestra normalizada, y llevarla a una cultura centrada en la humanización, con educación integral, adecuada para “reducir la situación de vulnerabilidad en la que han vivido y viven las personas encarceladas” (Scarfó, 2018, p.26). Sin embargo, esta no es una tarea que puedan realizar solo los educadores, ya que se debe trabajar bajo la institución de Gendarmería, con quienes se debe comenzar a realizar un trabajo de formación, para tratar “convenientemente al preso”; como agrega el mismo autor (Ibid.), no solamente el preso necesita educación”, sus vigilantes también.

También la cárcel es un escenario tenso, donde el ingreso – e incluso- salir en libertad,  puede ser angustiante (como lo demuestran los casos de reclusos que prefirieron no ir a casa para la cuarentena del Covid – 19, en Chile, y en diversas partes del mundo donde se dio la posibilidad), con tensiones múltiples que hacen de la vida cotidiana una lucha compleja, y donde quien quiera estudiar, debe incorporar las tensiones escolares a ese universo cotidiano. El contexto impone además la condición de no ser un ambiente propiciador de los aprendizajes (Castro & Morales, 2015), ante lo cual Castillo (2018), destaca que la población penal tiende a tener una escasa calificación laboral y pobre experiencia escolar, afectando la motivación la relación costo-beneficio que percibe el sujeto.

Instrumentos que permiten la estigmatización de los estudiantes

La condición de recluso es ser “uno de los marginalizados, los desplazados, los diaspóricos” (Bhabha, 2002. Pág. 285); el tener escolaridad incompleta, también es otra condición negativa, “en la adultez la «no escolaridad» y la «escolaridad interrumpida» son situaciones particularmente sensibles para los individuos afectados, que suelen ser vividas en términos de fracaso personal” (Espinoza et alt. 2014), es una desventaja social, no sólo por el limitado acceso a buenos empleos, sino como indicador de no haber hecho méritos, méritos que la mayoría ha convertido en normales. Y son condiciones que fueron precedidas – o acompañadas – de otras desventajas como la pobreza, el abandono, la marginalidad urbana.

Un sistema ideológico competitivo, que instala el mito de que los méritos individuales determinan el éxito en la vida, deja por omisión, la idea de que los fracasados se merecen lo suyo, el fracaso es percibido como un acto de irresponsabilidad, y se naturaliza la idea de que hay sujetos más educables que otros (Tau et al. 2018). Pero, además, esas condiciones negativas, pasan a ser la identidad deteriorada de las personas con los estigmas. Goffman (2006, pág. 15) señala que con ellos, sin pensarlo, les quitamos humanidad, reducimos sus posibilidades de vida, y explicamos su inferioridad. Y esos defectos originales, nos inducen “a atribuirles un elevado número de imperfecciones” (ibid).      

Los jóvenes y adultos privados de libertad, que buscan educarse, ingresan estigmatizados, y transitan propensos a más estigmatizaciones, las normativas que abren la posibilidad de que regresen a la escuela, de manera subrepticia se suman a profundizar ese deterioro descrito por Goffman.

El Decreto 170

El proceso de fortalecimiento de la iniciativa privada bajo el rol subsidiario del Estado, que se extenderá y consolidará por décadas en Chile, iniciado en el año 1980,  tiene dos iniciativas en el año 2009, que en alguna forma, intentan atenuar el impacto negativo que provoca ese modelo educativo en grupos de riesgo: la Ley de Subvención Preferencial (Ley Nº 20.248, febrero de 2008) y el Decreto 170 destinado a mejorar la atención de aquellos con necesidades educativas especiales mediante los proyectos de integración escolar (los PIE).

La subvención escolar preferencial del 2008, es una ley “que entrega recursos del Estado para mejorar la equidad y calidad educativa de los establecimientos educacionales”. Esta normativa indica que los estudiantes considerados “prioritarios” serán quienes su situación socioeconómica dificulte sus posibilidades de enfrentar el proceso educativo. Colegios educacionales tanto municipales como particulares subvencionados que imparten enseñanza regular diurna y tienen matrícula en los niveles básica y/o media, pueden postular a este beneficio.

La Ley SEP pese a ser una subvención instalada para los sectores con menos recursos económicos, hasta el momento, no incluye a la modalidad educativa de jóvenes y adultos, en ninguno de sus contextos educativos: de libertad y de encierro. Pese a que esta realidad educativa atiende a una población que provienen de “grupos con bajo nivel socioeconómico” y de “grupos sociales marginados” (Espinoza, 2017).

Ambos instrumentos legales están vinculados a un resultado paradójico en los sistemas escolares, para estudiantes en estado de reclusión: no avanzan mucho en lo que se proponen expresamente, que es entregar una mejor educación, en cambio logran mucho en fortalecer estigmas y exclusión. La aprobación ritual (que vemos luego), las adecuaciones curriculares, que bajan el nivel de exigencias, son formas de evadir entregar la educación adeudada.

El Decreto 170, la normativa de atención para estudiantes con necesidades educativas especiales de aprendizaje, se adapta mejor al funcionamiento del sistema penitenciario:  regula los estudiantes que integran el grupo objetivo, los equipos profesionales que deben atenderlos, los procedimientos, por un lado, y por otro, la asignación y gestión de los recursos económicos para la ejecución programada de la integración que deben hacer los establecimientos adscritos al proyecto. Sin embargo, no contempló expresamente la atención de jóvenes y adultos – y menos -, en estado de reclusión. El desarrollo de los PIE, que norma el Decreto 170, se aplicó por primera vez, de manera experimental, en colegios de adultos Valparaíso en el año 2016. Y su aparición en escuelas albergadas en recintos carcelarios es más reciente aún.

El Decreto mencionado, instala dos tipos de necesidades educativas: transitorias y permanentes. Las primeras corresponden al diagnóstico de aquellos estudiantes que requieren apoyo extraordinario para acceder al currículum en algún momento de su vida, por ejemplo; dificultades específicas del aprendizaje. Éstas se pueden manifestar en el área de lenguaje, matemática, o en ambas, en el área cognitiva; niveles de atención y concentración y/o memoria.  En cambio, las diagnosticables como permanentes, se encuentran en aquel estudiante que presenta barreras para acceder al aprendizaje durante toda su escolaridad, y este es diagnosticado por una psicóloga[1].

La normativa del Decreto 170 – aplicada al estudiante EPJA- atiende a personas que ninguna institucionalidad, ni familia, protegió para evitar las deficiencias y vacíos de escuela y el aprendizaje; se le privó de la escolaridad, o, se le dejó avanzar con esa carga negativa, y ahora, él mismo sujeto asume los costos de lo que sin culpa, no recibió. La educación que recibe en esta etapa, constituye medidas que Wacquant (2004) denomina, una estrategia de compensación o reducción de daños, por las grandes desigualdades socio – educativas que encontramos en nuestro país: entrego algo básico para no entregar lo mejor, lo que sería en una sociedad equitativa.

El sistema escolar, reproductor de la desigualdad, se las arregla para traspasar la culpa del fracaso al estudiante, entendiendo el fracaso escolar como un “cúmulo de resultados negativos que inciden en el desempeño y trayectoria escolar” (Espinoza, 2017).  El no haber recibido una escolaridad adecuada incluye ya un estigma de fracaso, analfabeto, sin título, poco educado, repitente, es decir marcas de la identidad para los sujetos que por motivos históricos, políticos, económicos y culturales no han alcanzado los mismos objetivos que las personas que se encuentran, desde que nacen, en situación de privilegio. Bourdieu en Los herederos (2003), plantea que los estudiantes de clases bajas se consideran, un simple producto de lo que son, y el presentimiento de su destino oscuro no hace más que reforzar las posibilidades de fracaso, según la lógica de la profecía que contribuye a su propio cumplimiento. Así mismo Espinoza (2017) destaca que “casi la mitad de los estudiantes de la EPJA hace una reconstrucción o representación del fracaso escolar, asociable a sus acciones individuales, más que a limitaciones y obstáculos de contexto”.

El Programa de Integración Escolar funciona en base a diagnósticos que producen sin proponerse, daños colaterales, o “fuego amigo”, nuevos estigmas.  De alguna forma el Decreto propicia la formulación de etiquetas asociadas a las capacidades cognitivas en los establecimientos, se ha potenciado la exclusión y educación enfocada a la reproducción de clases sociales, con una “naturalización de las diferencias” (Santos, 2011, p.23), los “niños PIE” identificados por López et alt. (2014, p. 268) son una evidencia.

Esta situación de la escuela “recluida”, se acentúa más en el lugar donde llegan estos educandos, los marginados de la sociedad, la cárcel, “una prisión de pobres” (Wacquant, 2004).  Como sabemos, las personas que ingresan a la escuela viven la privación de libertad; y ellos “pueblan los territorios de exclusión de nuestras sociedades excluyentes” (Baleato, 2018, p. 144), por lo tanto, no solo la cárcel es el lugar en el que viven el castigo de su situación, considerando que ser pobre en una sociedad desigual crea el status de una “anomalía social”,  una “desposesión simbólica” que transforma a sus habitantes en verdaderos “parias sociales” (Wacquant, 2001, p. 129), gran parte de ellos,  encontrándose desde pequeños, atrapados en la violencia del habitar en suburbios destinados a una población abandonada, considerando que las poblaciones más desprotegidas de la sociedad se transforman en “guetos en la periferia”, donde “la calidad de vida, urbanización y el acceso a parques y espacios públicos de disfrute, el acceso a buenos colegios para sus hijos y otros servicios urbanos pueden ser muy escasos” (Chuaqui et alt. 2016, p.174.)  o inexistentes.

Plantear diagnósticos cognitivos que instalan en ellos el mal, que ratifica la culpa de sus fracasos, da cuenta, hace visible el rostro punitivo subrepticio  del sistema educativo, donde el estudiante es presentado frente a sus docentes como un ser carente, definido por lo que no es y no tiene, por lo tanto, se pierde el sentido de transformación e implicación para el sujeto (Baleato, 2018), ya que va asumiendo él mismo que todo le cuesta, y no puede alcanzar logros como individuo portador de las causas de sus fracasos,  carente de inteligencia y sin posibilidades de surgir en el mundo de la educación. Como señala Scarfó (2018, p.25); “Tal fracaso resulta evidente si se piensa la educación desde estos lugares”, la cárcel, escuelas en sectores vulnerados, y no desde el derecho a la educación.

Adecuación curricular: un arma de doble filo

A ese contexto, donde el sistema lava su imagen entregando a sus víctimas la culpa, se suman, instituciones que también de manera implícita – también como fuego amigo (Bauman 2004) -, ayudan a consolidar la desventaja con que la sociedad condenó a sus parias antes que nacieran. Es el caso del Decreto N°83/2015, que norma las adecuaciones curriculares, como “herramienta pedagógica que permite equiparar condiciones para que los estudiantes con necesidades educativas especiales puedan acceder, participar y progresar en su proceso de enseñanza aprendizaje”.

Este instrumento permite, en la educación de adultos, tanto con personas privadas de libertad como en personas del medio libre, actuar frente a sus diagnósticos.  Por ejemplo, una discapacidad intelectual o problemas de aprendizaje específicos, puedan beneficiarse de una educación más pertinente para ellos, con un currículo que se flexibiliza y se adapta mejor a su individualidad.

Pero nuevamente los contextos educativos imponen rituales que difícilmente la norma considera: hace décadas, en establecimientos educacionales existe la presión hacia disminuir o evitar la repitencia o reprobación de estudiantes, por distintas razones – y muchas ellas con fuertes argumentos técnico-pedagógicos-, pero también muchas veces como una forma de ocultar deficiencias para lograr aprendizajes reales, o incluso deshacerse de problemas, esto provoca la promoción de estudiantes con brechas y vacíos de aprendizajes, que avanzan de cursos o son promovidos, hasta, completar niveles con graves deficiencias: estudiantes que egresan de la educación básica, por ejemplo, que no saben leer y/o escribir.  Acciones que responden a una educación mercantil, transformándose esta en un “bien de transacción en el mercado, siguiendo la lógica y tendencia de mercantilización de las prestaciones sociales”, asegurando una cobertura en el sistema escolar, sin embargo, no se asegura la calidad de la educación impartida (Farías, 2019), quedando el otro “sometido por completo a la teología del provecho, del cálculo económico y de la valoración. Se vuelve transparente. Se lo degrada a objeto económico” (Chul Han, 2017, p.107).

En Chile el 88% de la población termina la Educación Media, superando por 3 puntos al promedio de los países de la OCDE (Dussaillant, 2017), sin embargo, el 53% de los adultos (entre 17 y 65 años) no tiene comprensión lectora (la media OCDE es de 19%) (MINEDUC, 2016). Ese es un claro indicador de que aquello que denominamos “aprobación ritual”, promover de curso sin los aprendizajes correspondientes, es una práctica extendida en el sistema educativo en Chile, esa diferencia, difícilmente tendría otra explicación. Un estudio del Consejo de la Cultura (2011) es más drástico en el resultado, al afirmar que “el 84% de los chilenos no demuestra una comprensión adecuada de textos largos y complejos, si el contenido no les resulta familiar”.

Al parecer, diversos instructivos del Ministerio de Educación en la línea de adecuar la docencia para mejorar los aprendizajes y evitar la reprobación, son interpretados como una forma de respaldo. El último instrumento de la autoridad gubernamental al respecto es el Decreto 67/2018, que expresamente, propone reducir la repitencia escolar mediante un mayor acompañamiento a los estudiantes, y avanzar hacia un mayor uso pedagógico de la evaluación.

Esto en la educación de adultos es más crítico: no sólo las deficiencias, estigmas y problemas de aprendizaje, sociales, económicos, familiares (Vergel et alters. 2016), laborales, judiciales, contribuyen en muchos casos, a hacer difícil, o muy difícil el rendimiento escolar de jóvenes y adultos que asisten a colegios de esta modalidad, sino que también muchos docentes evalúan con calificaciones de promoción, como una forma de “ayudar” al educando.  Y esa presión se traslada también a la escuela en la cárcel. La falta de preparación de los docentes para trabajar con estudiantes mayores de edad, encuentra ahí una de las formas de esquivar sus dificultades, el que no existan – además – supervisores y apoyo técnico pedagógico adecuado es parte del problema.   

Este desfase entre el nivel en que aparece cursando el educando y el nivel real de sus aprendizajes introduce una complicación adicional en el diagnóstico y tratamiento que se debe agregar a los otros factores que pesan en las adecuaciones.

Estas prácticas en el sistema educativo, ¿son realmente beneficiosas para el estudiante?, definitivamente, no, porque, lamentablemente la persona una vez finalizado su año escolar y aprobado, no puede volver a retomar ese nivel de estudios para reparar esas carencias, la promoción hecha en esta forma consolida los déficits, y los acumula junto a muchos, propios de la educación desigual, precaria que reciben los prioritarios, los marginados, los excluidos. Y son justamente esas brechas, las learning gaps, las que hacen más cuesta arriba los itinerarios escolares de la exclusión.

No deja de sorprendernos la reiteración de casos de estudiantes con rezagos increíbles, en relación a sus cursos, en el contexto de educación carcelaria, como algunos que han llegado a educación media sin saber leer ni escribir. Al proporcionarles certificaciones formales vacías, en estos contextos y situaciones, los sujetos pareciera que han accedido más bien a una educación como parte de un tratamiento terapéutico (Scarfó, 2018). Están entre los fracasados, viven la perpetuación de las desventajas, que describe Bourdieu en La Reproducción (2017):  los que recibieron poco o nada por la situación social donde nacieron, continúan haciéndolo en los establecimientos escolares. En estos espacios la educación, se ha ejercido como una violencia simbólica; de la cual el autor señala que lo propio de ella, su eficacia específica, consiste en que quienes la ejercen y quienes la acatan la desconocen, unos y otros aceptan esto como natural (ibid: p.13).

Para educador y educando, las adecuaciones y las promociones en estas situaciones ad hoc, confunden roles y rutinas, y convierten la oportunidad de recuperar una educación, en ritual absurdo que ayuda a resolver problemas inmediatos (frecuentemente la matrícula, se justifica por exigencias del empleo, necesidad de postergar el servicio militar, validar la  libertad vigilada), pero no cambia mucho las desventajas del primer día en que se encontraron, y anula radicalmente las posibilidades de que una escuela en esas condiciones, logre derogar significativamente las desigualdades y desventajas de entrada. En el lenguaje de Bourdieu, (2003) la escuela, ha logrado sin mayores perturbaciones, su rol reproductivo de las desigualdades, inequidades y exclusiones del sistema.

La insistencia del sistema en convertir la situación de los estudiantes en una anomalía, ha hecho que distingamos al otro solo en diferencias y nos olvidemos de su condición de semejantes, como plantea Bauman (2004, p.83), recurriendo al vocabulario de Levinas, podríamos decir que cuando categorizamos a los otros como “problemas” terminamos por borrarles el rostro. La inhabilitación de este rostro se entiende por “deshumanización”.  En el caso de los estudiantes privados de libertad, presentan más agudamente estas relaciones tensas y frustrantes, ya que el sistema borra más rápido sus rostros, descalificando y considerándolos invisibles, no inteligibles o desechables dentro de la sociedad (Santos, 2011).  

Villalobos et al. (2014) estudiando justamente, la victimización en estudiantes que participan en programas de integración escolar en la región de Valparaíso, confirma estadísticamente, que aquellos que participan de un PIE, sufren mayores niveles de victimización. Agregan que trata a la persona con discapacidad como una excepción a una norma socialmente construida, no es la escuela la que dispone de los medios para atender a todos y todas sus estudiantes, de manera preventiva, previo al diagnóstico, y sin necesidad de un mandato, sino que es el sujeto el que accede a medios ajustados que el sistema educativo impone.

La violencia simbólica que – sin percatarnos – nos encontramos aplicando a través de estos instrumentos, sin una convicción reivindicativa y liberadora de la educación (Kohan, 2020), solo por el estímulo económico del estado, al subsidiar el tratamiento, está haciendo que muchos jóvenes y adultos terminen su vida escolar sin las herramientas necesarias para su desenvolvimiento social, y el problema de esto, es que una vez finalizado su proceso educativo no pueden volver a repetir los cursos para hacer las cosas distintas, consolidando el daño en la vida del sujeto estigmatizado.

Inclusión y Reinserción: palabras que separan

Para la UNESCO, la inclusión se ve como el proceso de identificar y responder a la diversidad de las necesidades de todos los estudiantes a través de la mayor participación en el aprendizaje.

La reinserción social es entendida como un proceso sistemático de acciones orientadas a favorecer la integración a la sociedad, de una persona que ha sido condenada por infringir la ley penal. La ley considera las cárceles como centro de readaptación, el cual constituye un período preparatorio de la reinserción social; pero la realidad no funciona tan así “las condiciones en las que se encuentran las prisiones no concuerdan con estos objetivos” (Rangel, 2013 p.24). Las cárceles según Foucault, concentran simultáneamente todas las tecnologías de coerción conductual, hay en ellas algo “del claustro, de la prisión, del colegio, del regimiento”. (2003, p. 292), por lo tanto, difícilmente podrían prepararse para la libertad.

Hay algo contradictorio en el propio lenguaje de la inclusión y reinserción, una violencia simbólica invisible que instala la diferencia y la exclusión como realidad dura.

El individuo nace incluido en la sociedad, y las personas privadas de libertad también se encuentra dentro de esta, aunque en el discurso se piense que no, de hecho, en las cárceles se encuentran con conexiones controladas y restringidas, pero vinculadas en un espacio social interno y externo, tal como señalan Chuaqui et al.  (2016, p.163), en rigor las personas nunca están “fuera” de los sistemas sociales. La diferencia está en los estigmas, en el poder, la individualidad mutilada.

El lenguaje construye separaciones y estigmas, los reclusos no son sujetos que cometieron delitos, son delincuentes, no cometieron un robo, son ladrones, es decir, hay una fusión entre actos, situación contingente, e identidad y estigma (Goffman, 2006).  Así frecuentes discursos aunque sean quizás bien intencionados, imponen características de las personas que deben ser incluidas o reinsertadas, creando etiquetas, rechazos y muchas veces bullying, ya que el discurso se ha centrado en enfatizar las diferencias, muchas veces de forma negativa, y/o desde la carencia que tiene la persona; “discapacitado”, “problemas para aprender”, “delincuente”, “ex presidiario”, “víctima de trastornos”, entre muchos otros conceptos que aluden a personas que deben ser “incluidas”, observándolos de forma independiente y no en sus situaciones y/o contextos (Chuaqui et alters 2016, p.182).

Muchos de los mensajes que buscan una sociedad más equitativa no se han enfocado en las semejanzas con los otros, enfatizando la responsabilidad de participación en la persona “diferente”, y no en la sociedad ni Estado, sin considerar que la inclusión social debe reivindicar el bienestar y la capacidad de tener un rol activo y protagónico (Chuaqui et al.  2016). Si se mantiene, la exclusión social adquiere un carácter estructural, se naturaliza, y luego se invisibiliza, asociándose a situaciones, condiciones sociales y/o posición estructural. Pero en forma paradójica, la culpa y el mérito son responsabilidad del sujeto, pues el mito de la igualdad de oportunidades, es más fuerte que la evidencia de su falsedad, por lo tanto, el sujeto excluido está siempre disponible para cargar sus culpas, aunque “la idea de igualdad de oportunidades supone un juego limpio en un escenario homogéneo” excluyendo diferencias “económicas y simbólicas que operan desde el acontecimiento fortuito del nacimiento” (Tau et alt. 2018, p.38).

La necesidad de manejar un discurso que evite estigmatizar, a la persona que viva una situación diferente a la considerada como “normal”, “legítima”, es de relevancia para dejar de realizar esta violencia simbólica con los estudiantes. Enfatizando en la idea de que todos somos sujetos de derechos, y esa es nuestra principal semejanza, proponiendo una equidad a través de un discurso político, con una responsabilidad ciudadana, buscando qué aspectos nos unen como personas, y finalmente dejando de lado los adjetivos que hasta el día de hoy han producido más exclusión que inclusión, y contribuyen a marginar más.

Conclusión

Bourdieu afirma que la escuela reproduce las desigualdades e inequidades sociales, y hemos visto que la cárcel se suma a esa tarea. La posición inicial de los sujetos en el momento de nacer fija ejes, en torno a los cuales correrán sus vidas, pues en esa partida quedan definidos los agentes fundamentales para la reproducción del sistema, asignando capital cultural o capital simbólico diferenciado según ese nacimiento: los privilegiados reciben ese capital generosamente desde la cuna, mientras los desposeídos no sólo heredan poco, con deficiencias y vacíos, sino que lo que se les ofrece para reparar aquello de lo cual se les privó, termina reforzando la desventaja.

¿Cómo lograr que la atención a la diversidad sea la atención que todos merecen, que la inclusión sea para todos porque no es un estado terminal sino un punto de partida, siempre? Distintos factores entre los cuales está la estigmatización, la invisibilización, implícitas en organizaciones, prácticas culturales – tanto de la escuela como de la cárcel –   y normativas educacionales se confabulan para que la violencia simbólica anule los intentos de derogar la profecía de autocumplimiento de la desigualdad.  Las políticas elaboradas desde los centros de poder, una vez más parecen pagar tributo a su dificultad para contextualizarse acorde a las realidades y sensibilidades de los actores reales que las implementan lejos de las oficinas ministeriales.  No sólo la lógica excluyente oculta que sustentan los instrumentos de inclusión, también la falta de especialización de los docentes en educar jóvenes y adultos, y – además – en contextos de encierro. Problematizar estas normativas con las cuales se trabaja, resulta indispensable para ir rompiendo el esquema reproductivo y normalizado que se encuentra en el mundo educativo, con ello además se hace posible adaptarlas y contribuir a su mejora. Dada la complejidad y especificidad de situaciones, reflejan las palabras de Paulo Freire: “No es posible respetar a los educandos, su dignidad, su ser en formación, su identidad en construcción, si no se toman en cuenta las condiciones en que ellos vienen existiendo”.

[1] Regularmente, se realiza a través de  la Prueba Wais VI, test diseñado para representar el funcionamiento intelectual, en dominios cognoscitivos específicos, así como una puntuación compuesta que representa la capacidad intelectual general (CIT), en individuos mayores de 16 años. Actualmente esta evaluación se utiliza en la EPJA, teniendo los estudiantes que responder a preguntas descontextualizadas a su realidad, tales como; ¿Quién fue John Kennedy? ¿Cuál es la fórmula del agua? ¿Quién fue Cleopatra?, entre otras

Referencias bibliográficas

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